Cuando somos pequeños, vemos en nuestros padres la figura de un paladín inmortal. Sabemos que podemos confiar en ellos para solucionar cualquier problema que se nos presente. Creemos que nunca envejecerán y estarán en condiciones de protegernos y cuidarnos toda la vida.
Sin embargo nuestros padres serán nuestros hijos al final de su vida.
La naturaleza sigue su curso y, lo cierto es que, con el pasar de los años se van haciendo más viejos. Sus movimientos se enlentecen. Su cabellera se tiñe de nieve y la seguridad que nos brindan disminuye
Es entonces cuando el mundo se voltea, se complica, y aquellos problemas que tan fácilmente nos resolvían, ya no son tan simples de solucionar. Y esto es, sobre todo, porque ellos, nuestros héroes sin capa, comienzan a decaer.
En este momento es cuando nosotros, los hijos, debemos entrar a escena con vigor y energía para cuidar de ellos, tal y como ellos lo hicieron con nosotros. A pesar de que nos cueste aceptar el ciclo de la vida, es un hecho ineludible.
Incluso, a veces podemos llegar a sentirnos frustrados al ver las diversas limitaciones que los años les van imponiendo a nuestros padres. Esto es algo que, incluso nos puede llevar a experimentar la ira.
“Somos conscientes de que los años pasan y sus cabellos se vuelven grises, las arrugas dibujan el rostro, incluso tomamos con fastidio el hecho que no logran más a reaccionar con rapidez, autonomía y resolución”, comentó en este sentido un encuestado cuyo padre está en la tercera edad.
Pareciera que, inconscientemente, nuestros progenitores ya viejos se calzaran en nuestros zapatos y, ahora ellos fuesen los necesitados de atención.
Al igual que cuando lo hacíamos de pequeños, sentados en su tierno y comprensivo regazo.
Se olvidan de las cosas. Cada vez hay que hablarles más fuerte y repetirle una y otra vez el mismo mensaje.
Ellos, a su vez, nos cuentan la misma historia, no por mal, sino por efecto de los aires de otoño de sus vidas.
Entonces, nos preocupamos, nos llevamos las manos a la cabeza desesperados y nos preguntamos: “¿qué hago?”.
Los vemos adelgazar y cada vez comer menos. Se vuelven huraños, risueños, ausentes, frágiles y están empeñados en hacer su voluntad como siempre lo han hecho.
“Cuando somos mayores, los signos y dolencias de la vejez se convierten en una angustia que aumenta inexorablemente, y se acepta inexorablemente. Eso sí, lo hacemos con una tristeza que es acumulativa”, añadió el hombre encuestado.
Y aquí es, precisamente el momento cuando, como hijos, nos convertimos en padres de nuestros padres. Nos dedicamos a ellos y a sus problemas, no solo de salud. También de alejarlos en lo posible de cualquier preocupación.
Evitamos contarles nuestras ansias. Omitimos todos aquellos problemas familiares o laborales. En resumen, intentamos todo lo posible para endulzarles la realidad en sus años dorados y hacer de su vida una un poco más manejable, físicamente y emocionalmente hablando.
En el proceso, apretamos los dientes, porque aquella vitalidad que tenían nuestros viejos se ha perdido. Tan solo quedan en nuestro recuerdo los buenos y malos momentos vividos.
Por eso es tan importante aprovechar cada abrazo y cada beso que ellos nos den, conscientes o no. Sepamos que lo que están pasando es justo y natural.
Tras tanto esfuerzo por educarnos y hacer de nosotros hombres y mujeres de bien, tienen derecho a descansar y ser atendidos por nosotros, sus hijos queridos.
Sintámonos agradecidos con la vida por regalarnos el cariño de nuestros padres. Pero, sobre todo, devolvámosles ese mismo amor que ellos nos dieron. No los olvides ni te enojes pues, son, ellos, en definitiva, nuestro tesoro más preciado.
Ser padre es una bendición y, parafraseando el título de esta historia, preparémonos. Tarde o temprano, vendrá un día en donde nos convertiremos en padres de nuestros padres.